(Extraída, del texto  que acompaña al CD. » Para ti, Chavela»).

Nací en Muro del Alcoy, un pueblito chiquito de la provincia de Alicante (España) que, como Ahuatepec actualmente, contaba en los años cincuenta del pasado siglo XX apenas con cuatro mil habitantes.

Era yo el menor de cuatro hermanos de una familia humilde en la que mi hermana, la mayor, ayudaba a mi madre en las tareas domésticas y mis dos hermanos a mi padre en el cultivo de la tierra.

Debido a la tradición familiar que iniciara mi abuelo materno (interpretaba piezas líricas y era componente de la agrupación coral El Clavel de Alicante), nació muy tempranamente en mí la afición por la canción. A diario, oía cantar a mi madre mientras barría, guisaba o cosía y, a los tres años, ya pasaba horas enteras pegado a la radio esperando que sonara alguna ranchera, mi género preferido, o la voz de Antonio Molina porque pensaba que era la de mi hermano Ximo (el tete Joaquín). Su imitación rozaba la perfección. Ximo compartía conmigo su amor por el cante aunque con unos recursos vocales muy superiores a los míos. Era el espejo en el que me miré durante mi infancia y mi juventud.

Mi hermana – casi 16 años mayor que yo – hacía las veces de profesora de canto y se encargaba de que memorizara la letra y la melodía. También se las ingeniaba para que en cualquier celebración familiar o acontecimiento festivo, su hermanito, a petición de cualquier asistente previamente aleccionado, demostrara los avances que iba logrando en el campo musical.

El paso siguiente – siempre de la mano de mi hermana – fueron las actuaciones en el teatro del pueblo y, a partir de los seis años, en la emisora de radio de la villa vecina, Cocentaina. Surgió entonces una pequeña dificultad: cómo trasladarse desde Muro a Cocentaina. A la hora de la noche en que se emitía el programa (en directo) ya no había transporte público y nadie en el círculo familiar o de amistades tenía vehículo. Al problema le dio solución Paco Jordá (el tío Paco “el de les llimonaes”). Paco era, además de una persona excelente y jovial, el empresario que patrocinaba el programa radiofónico a través de La Goleta, la marca de la gaseosa que fabricaba. Paco puso a mi disposición – junto a sus manos al volante – la furgoneta con la que repartía las bebidas. Durante el viaje de ida, me hacía ensayar las canciones que iba a interpretar y en el de vuelta las que él pensaba que debía incluir en el siguiente programa.

Fue por aquel tiempo y en la radio, donde conocí a un matrimonio entrañable, a Luis Ferre y a Xelo Amat, padres precisamente de la hoy famosa presentadora de televisión Carolina Ferre. Luis, locutor de la emisora, siempre guardaba sus mejores palabras para mi interpretación mientras que Xelo calmaba mis nervios y me colmaba de caricias antes y después de cada actuación en directo. A ellos les debo el apelativo de El Xiquet de Tres Piedras Negras con el que empecé a ser conocido en la comarca y mi selección, junto a otros niños y niñas, para formar parte de una pequeña compañía que recorría los pueblos de los alrededores, animando las mañanas de los domingos.

Vino después un largo periodo en el que el canto perdió todo protagonismo en mi vida. Fueron años dedicados al estudio – tuve que trasladarme primero a Alicante y posteriormente a Barcelona para cursarlos -, a la lectura, a los amigos, a la diversión y al servicio militar (obligatorio en aquella época), e inmediatamente después al trabajo y a la familia que constituí siendo aún muy joven. Tan drástica fue esta separación que alguna de las amistades que conservo desde entonces se sorprenden ahora al oírme cantar pues nunca lo habían hecho anteriormente.

Pero también la vida está llena de sorpresas y de forma inesperada, animado por mi amigo Joan Iborra, retomé la senda y la vocación de la infancia. Y de nuevo, acompañado por su guitarra, empezamos a alegrar nuestras reuniones con rancheras y canciones de Carlos Cano y Joaquín Sabina.
Este reencuentro se produjo hace apenas doce años. Habían quedado muy lejanas la niñez y la juventud. Mas, como nos recuerda Chavela Vargas y César Isella: uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
En mi caso, esta máxima se ha cumplido al pie de la letra y, recientemente, después de un largo periplo por toda la Península Ibérica y una dilatada estancia en las Islas Baleares, he vuelto no solamente a la tierra que me vio nacer sino a esa afición que, aunque medio oculta, siempre he llevado tan adentro.
Y la vuelta la he querido hacer de la mano de una señora por la que siempre he sentido tan profunda admiración que casi alcanza la devoción: Chavela Vargas.

Para terminar, les contaré lo que hasta ahora ha sido un pequeño secreto. En algunas canciones (La niña Isabel, Pena Mulata…), la tesitura y los giros vocales de Chavela me acercan el recuerdo de mi madre cuando era joven. En otras (El andariego, Luz de luna…), el color y los matices de su voz me traen los de mi madre en los últimos años de su vida. También ella murió pasados los noventa.

Juanjo Castelló